Cuando el alma decide encarnar en la Tierra, es consciente de los desafíos a los que se enfrentará y de los patrones que heredará de su familia biológica. De hecho, no nace en una familia por “casualidad”, sino porque en esa familia se encuentran las lecciones que viene a trascender, así como algunas de las almas afines que ya han estado junto a ella en muchas otras existencias (las almas a las que más odiamos, por ejemplo, pueden ser nuestros mejores “amigos” en el otro lado).
Para entender este punto de vista, es necesario que nos olvidemos de la idea de la “muerte” física como final de todo y comprendamos que el alma (la esencia espiritual de cada persona) no muere, sino que, simplemente, encarna en diferentes cuerpos, en distintas épocas de la historia, para obtener determinadas experiencias y aprendizajes que la lleven, “sobre el terreno”, a una mayor conciencia. Realmente no hay un “final”, pero lo interesante de la vida en la Tierra es que “parece” que ese final es una aplastante realidad y que nuestro tiempo es limitado.
Cuando nos abramos a la idea de que todo lo que vivimos es una elección nuestra y de que en realidad estamos transitando el plan de experiencias humanas que escogimos antes de nacer, el camino se hará más sencillo y dejaremos de considerarnos pobres víctimas del destino y de un lugar aparentemente inhóspito como la Tierra (es inhóspito porque esa es la visión actual del humano, no porque realmente lo sea). Todos los seres humanos se encuentran a un pensamiento de distancia de que cambie su universo y empiecen a crear conscientemente su realidad, pero ese paso hay que atreverse a darlo, aunque ello implique dejar atrás siglos y siglos de creencias limitantes y de ausencia de poder personal.